martes, 18 de junio de 2013

EL PRINCIPIO DE PETER

Hace casi cinco años tuve que ir a Rabat por motivos laborales para realizar una presentación técnico-comercial de nuestro producto a una empresa pública marroquí. El principal motivo de mi presencia allí fue la indisponibilidad por parte de la empresa de disponer de un comercial que hablase francés en esas fechas, por lo que aprovecharon mi experiencia profesional y, sobretodo, mi conocimiento del idioma.
Unos meses después de haber realizado dicha presentación, el Director de nuestro mercado me comentó que desconocía que hablase francés y que era un valor añadido muy importante en ese momento, ya que uno de los objetivos del Departamento era su introducción en países francófonos, por lo que podía asumir las tareas de Jefe de Proyecto, una vez que había demostrado eficientemente mi valía dentro del puesto que ocupaba. Para mí, esa oferta no suponía ningún ascenso, pero sí un desplazamiento lateral a una línea jerárquica con más recorrido y un cambio funcional bastante importante, puesto que, si aceptaba, mis tareas iban a ser muy diferentes a las que desempeñaba en ese momento.
Aunque en un principio le dije que no me apetecía afrontar ese cambio funcional porque por entonces no atravesaba ni mucho menos el mejor momento en mi vida personal para afrontar un cambio profesional tan importante, lo pensé concienzudamente porque tiempo atrás sí que había estado interesado en desempeñar dichas funciones y lo hubiese aceptado sin dudarlo. Analicé lo que supondría dejar de realizar unas funciones para las que estaba totalmente cualificado y que llevaba desempeñando varios años de una manera satisfactoria para la empresa, por otras notablemente diferentes y para las que no estaba del todo seguro si iba a estar lo suficientemente cualificado para desempeñarlas.
Aunque el puesto de Jefe de Proyecto, por entonces, gozaba de prestigio dentro del departamento, yo consideraba que los proyectos salían adelante principalmente gracias al trabajo de las distintas áreas técnicas del departamento. Consideraba igualmente que muchas veces las gestiones de los distintos Jefes de Proyecto entorpecían considerablemente el trabajo a realizar por las distintas áreas técnicas y que éstos poco podían hacer ante posibles inoperancias técnicas. Igualmente pensé en distintos casos habidos en la empresa en las que distinto personal técnico había asumido responsabilidades operacionales y, en algunos casos, ese cambio no había sido fructífero, por lo que pensé que esas personas habían sido víctimas del principio de Peter, situación a la que me podía ver abocado en el caso de aceptar la propuesta sin tener la convicción y la motivación necesaria.
A partir de estas premisas, acabé considerando que sería más útil si continuaba realizando funciones técnicas que operacionales y que no estaba dispuesto a asumir un posible arrepentimiento de tomar una decisión de la que no estaba convencido.
El principio de Peter, también conocido como el principio de incompetencia de Peter, está basado en el estudio de las jerarquías en las organizaciones modernas o jerarquiología. Fue promulgado por el catedrático de ciencias de la educación Laurence J. Peter en el libro que publicó en 1969 con el mismo nombre. En él afirma que, en una jerarquía, las personas que realizan bien su trabajo son promocionadas a puestos de mayor responsabilidad, hasta que alcanzan su nivel de incompetencia. Anteriormente, a principios del siglo XX, José Ortega y Gasset ya había hecho referencia a este concepto, pues suyo es el aforismo que dice: "Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes".
El principio de Peter fue deducido del análisis de cientos de casos de incompetencia en las organizaciones y da explicación a los casos de acumulación de personal, según el cual el incremento de personal se hace para poner remedio a la incompetencia de los superiores jerárquicos y tiene como finalidad última mejorar la eficiencia de la organización, hasta que el proceso de ascenso eleve a los recién llegados a sus niveles de incompetencia.
Como corolario de su famoso principio, Lawrence J. Peter añadió que “con el tiempo, todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones” y que “el trabajo es realizado por aquellos empleados que no han alcanzado todavía su nivel de incompetencia”. Todo ello es consecuencia de la tendencia generalizada a creer que cuando una persona ha demostrado estar capacitado en sus funciones actuales ha de estar preparado, por tanto, para poder desempeñar las funciones que requiere el puesto jerárquico inmediatamente superior.
El caso es que meses después de su propuesta volvió a preguntarme acerca de ella. Yo le contesté que no me importaba probar esa nueva funcionalidad ante una necesidad puntual o para un proyecto concreto, teniendo la posibilidad de volver a mi puesto en el caso de que la experiencia no fuera fructífera o satisfactoria, algo que le pareció insuficiente, dejando entrever una falta de ambición por mi parte.
Sinceramente, nunca sabré qué habría pasado si hubiese aceptado dicho cambio, pero hay cosas que tengo muy claras como que no hay que afrontar unas responsabilidades para las que no se está preparado o, como era mi caso, para las que no se está suficientemente motivado como para aceptar. Sé de sobra que el ser bueno en un puesto no garantiza el poder serlo en cualquier otro puesto. Evidentemente, no rechacé el cambio profesional por temor al fracaso, pues nunca me asustó afrontar nuevos retos, pero lo que sí que tengo claro es que no es bueno afrontar un cambio cuando no se tiene la motivación suficiente para desempeñarlo.
Lo más curioso de todo es que uno de mis aforismos recurrentes es aquel que Maquiavelo dictó a finales del siglo XV que dice “Vale más hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse”. A pesar de que es un aforismo que define muy bien la forma que tengo de ver la vida, en este caso “no hice y no me arrepentí”.

lunes, 3 de junio de 2013

EL SENTIDO COMÚN

Mi primer trabajo, una vez terminados mis estudios universitarios, fue en TelePizza S.A. Tras un par de meses buscando trabajo fui seleccionado en un muy peculiar proceso de selección en el que buscaban un Informático de Sistemas que hablase francés con el objetivo de desempeñar todas las funciones profesionales propias del puesto en Francia, donde TelePizza acababa de adquirir 28 tiendas distribuidas por todo el país.
Tras un mes y medio de formación en las oficinas de TelePizza situadas por entonces en un MiniPark de El Soto de La Moraleja, me trasladé a París donde trabajaría entre seis meses y un año realizando dichas funciones junto con otro compañero, Andrés, para poner en funcionamiento las oficinas, las tiendas que aún no habían abierto y realizar todas las tareas de soporte y mantenimiento de la compañía en territorio francés. Una vez sentadas las bases, que debería ser a partir de los seis meses de estancia, sólo se quedaría uno de los dos informáticos.
Aunque en Andrés encontré una gran alianza de cara a asentarme en una ciudad nueva en la que no conocía a nadie, no tuve la misma suerte en el terreno profesional. Desde un primer momento, se desentendió en demasía de las funciones importantes, debido a sus limitados conocimientos, y dejó que yo llevara el peso funcional de todas las tareas importantes, convirtiéndome así en el único nexo de comunicación con las directrices que venían de las oficinas centrales. Funcionalmente, que no jerárquicamente, Andrés era mi ayudante, algo que se acrecentó con el paso del tiempo. Sin embargo, mis relaciones con el director del mercado francés nunca fueron nada buenas, a pesar de que fui avisado desde Madrid de las particularidades de dicho personaje. Desde un primer momento tuvimos importantes roces y la relación se deterioró de una manera considerable debido a una mutua animadversión. Tampoco ayudó en nada el que rehuyese su grupo de adulación, formado por el subdirector y un par de ambiciosos supervisores, que entre todos aglutinaban la mayor parte de los defectos más odiosos que puede tener una persona. Por estos motivos, tras los seis meses de rigor, yo fui el elegido para volver a las oficinas de Madrid, dejando a Andrés al mando de las tareas del mercado francés, ante el estupor de la casi totalidad de los jefes de tienda, entre los que se encontraban una decena de españoles desplazados para inculcar la metodología de trabajo. Cuando volví a España lo primero que me comentó Juan Carlos, el director del departamento de Informática, es que el director del mercado francés había recomendado mi despido, pero que si yo quería seguir él mediaría para que eso fuera así, ya que sabía que se dichas recomendaciones se debían a criterios personales y que en esos momentos les iba a ser muy útil porque podía incorporarme en cualquier área de su departamento y, además, TelePizza tenía un plan de expansión en Bélgica y Marruecos.
El caso es que me incorporé en el área de explotación que dirigía Suso, principalmente orientado a dar soporte a las más de 500 tiendas que, por entonces, TelePizza tenía en España, así como a la instalación de nuevos establecimientos.
Un par de meses después de mi vuelta, tuve la evaluación profesional. No es que esperase una gran calificación, pero Suso conocía perfectamente tanto el trabajo que había desempeñado en Francia como el que estaba desarrollando en su área de trabajo. Las calificaciones de dicha evaluación fueron bastante flojas en tres de los cuatro bloques de los que constaba, algo que le repliqué que era injusto. Él me dijo que no podía evaluarme mejor con los antecedentes que traía, pero que en el último apartado, donde se evaluaba principalmente el sentido común y la toma de decisiones, me había dado la máxima puntuación y él la consideraba las más importante. Recuerdo que reaccioné diciéndole que para mí era el punto menor importante ya que “el sentido común lo tiene todo el mundo”. Me contestó diciéndome que me sorprendería de la poca gente que logra tener buenas puntuaciones en ese bloque y que el sentido común suele brillar por su ausencia.
Según la RAE, el sentido común es la facultad que tenemos de juzgar razonablemente las cosas. Dicha facultad nos permitiría distinguir todo lo que nos rodea: el bien, el mal, la razón y la ignorancia.
Las funciones que tradicionalmente se le atribuyen son conocer las diferentes cualidades captadas por los sentidos externos y establecer una comparación entre dichas cualidades, conocer los actos u operaciones de los sentidos externos y distinguir los objetos reales de las imágenes fantásticas. Es decir, el sentido común no entiende, sino que siente las sensaciones externas. Se dice que el sentido común regula el acto del sentido externo y lo hace consciente, por lo que se puede concluir que el sentido común utiliza los sentidos externos como instrumentos de los que se sirve para llegar al conocimiento del objeto.
Socialmente se podría decir que el término “sentido común” describe las creencias o proposiciones que parecen, para la mayoría de la gente, como prudentes, más adecuadas o idóneas, sin depender de un conocimiento esotérico, de investigación o de estudio, por lo que se puede decir que el sentido común vendría a ser la capacidad que tiene un individuo para comportarse y tomar decisiones de la forma más razonable en pos del bien común y del proceder más eficaz y todo ello a partir de las percepciones externas o de la regulación de los sentidos.
En aquel momento en el que Suso me habló de la carencia de sentido común sólo me acordé de Andrés, que carecía completamente de sentido común, pero lo curioso es que esas palabras que Suso me dijo en su día las he recordado en innumerables ocasiones, debido, principalmente, a la cantidad de gente que he conocido o con quien he coincidido en todo este tiempo, con muy poco sentido común, algunos en toma de decisiones concretas, otros en la mayoría de sus comportamientos. Por algo se dice que es el menos común de los sentidos.