lunes, 23 de septiembre de 2013

LA DÁDIVA DE CONSEJOS

Siempre me sorprende la gratuidad con el que la gente da consejos. En cuanto alguien tiene un problema, en lugar de escucharle y ayudarle a que él por sí mismo encuentre la solución o una canalización más óptima a su problema, se le aconseja. Supongo que, como la facultad de ayudar suele ser más costosa, ya que implica soportar las quejas de quien tiene un problema, la manera más sencilla de salir del paso es aconsejándolo. Peor aún es cuando la gente da consejos no pedidos. A veces me da la sensación que allá donde vayas te vas a encontrar siempre con alguien que quiere imponer su voluntad sobre el resto a base de consejos no solicitados ante comportamientos que ve, argumentos que escucha o extractos de la vida de terceros.

Los consejos se dan en virtud de las experiencias propias vividas pero no tienen por qué adecuarse a las necesidades de quien los recibe, pues aunque la situación pueda ser idéntica, los protagonistas son diferentes y las soluciones o las maneras de afrontar ciertas situaciones no suelen ser universales para todos. Además, creo que en la gran mayoría de los casos, los consejeros no se aplican a sí mismos los consejos que dan, lo que me ratifica aún más en lo expuesto acerca de la gratuidad con que se dan. Un consejero debería ser consecuente con la máxima de Tales de Mileto cuando expuso “Toma para ti los consejos que das a otro”, pues siempre he creído que el practicar con el ejemplo es más didáctico. Sólo con eso nos evitaríamos tener que soportar toda esa retahíla de aprendices de consejeros, pues en la mayoría de los consejos recibidos, sabemos de antemano que quien los está dando no se los aplicaría a sí mismo si estuviera en nuestra situación, muy a pesar del famoso “Yo, en tu caso…” que suele ser como comienza un consejo.

Un día escuché a mi inseparable amigo Marcos decir que “los consejos son como las patadas en los cojones, que es mejor darlos que recibirlos”. Aun no siendo suya esa frase, reconozco que es la que utilizo cuando alguien me da un consejo que no he pedido y más aún cuando creo que el consejero no es la persona más adecuada para hacerlo, bien porque sé que es un consejo que él mismo no se aplica, porque es un consejo que da para beneficio propio o porque es un consejo que no se adecúa a mi situación o a mi forma de ser. Aún así, sí que creo que la frase del poeta italiano Arturo Graf es bastante acertada: “Escucha bien el consejo de quien sabe mucho, pero escucha sobre todo el consejo de quien te quiere mucho”. Si se busca consejo no hay como dejarse aconsejar por quien por sabiduría puede ser objetivo en el asesoramiento, así como del círculo de personas más queridas que, por empatía y cariño, van a intentar ser lo más acertados posibles con toda recomendación que hagan.

Según la R.A.E. un consejo es “un parecer o dictamen que se da o toma para hacer o no hacer una cosa”, por lo tanto, incluso por definición, no deja de ser una opinión de un interlocutor. Evidentemente no voy a ser crítico con quien da consejo solicitado, es decir, por aquel a quien le piden opinión ante un problema de una segunda o tercera persona. Con quien soy crítico es, en general, con esa masa de consejeros, que gratuitamente asesoran como si fueran los portadores de la coherencia, la exposición, la práctica y la experiencia, esos que reafirman el famoso proverbio popular que dice “Consejos vendo y para mí no tengo”.

El otro día estuve hablando con Bea acerca de esto. Aparte de hacerle mucha gracia mi exposición acerca de la idea que tengo sobre este tema, me comentó que, por lo general, a la gente no le gusta nada oír acerca de desgracias, problemas o insatisfacciones ajenas y que igual que se suele rehuir de preguntar a alguien acerca de cómo le va cuando se tiene la sospecha de que la respuesta no va a ser la deseada o estándar en estos casos, cuando alguien expone un problema es más fácil darle un consejo, para zanjar cuanto antes la situación indeseada, que escucharle y ayudarle a encontrar una solución, aceptación, encaminamiento o alivio a dicho problema, porque esto supondría un esfuerzo o unas habilidades mayores, ya que habría que escucharlo para propiciar el desahogo y, si se tiene facultad para ello, encaminarlo a encontrar por sí mismo una reacción a la situación, con técnicas como la mayéutica, (propia de los socráticos), o similares.

Es cierto, recurrir a los consejos es una buena solución cuando no se tienen habilidades o ganas para ayudar a alguien a resolver un problema, dilema o situación adversa. Lo asocio a esos casos de cierta gente que recurre continuamente a los refranes para describir ciertas situaciones cuando su dialéctica no es lo suficientemente cualificada como para hacerlo sin utilizar dicho recurso.

En definitiva, que supongo que si soy tan reacio a los consejos es precisamente porque apenas he recibido buenos consejos en mi vida o porque, si los he recibido, no se aplicaba a lo que necesitaba en ese momento. Eso no quiere decir que no los haga caso, aunque tampoco quiere decir que los siga, pero los suelo recordar, al menos a corto plazo, y la mayoría de ellos me han sido inservibles o poco aplicables, no sé si por inadecuados, porque me han mal aconsejado o porque no he sabido aplicar los consejos dados. Por eso mismo me cuesta tanto aconsejar a alguien que me pide consejo y nunca aconsejo a quien no me lo pide, salvo que quiera advertir a alguien de algo que me afecta directamente. Ya lo dijo Oscar Wilde: “Los buenos consejos que me dan sólo me sirven para traspasarlos a otros”.


martes, 3 de septiembre de 2013

LAS UNIDADES DE MEDIDA

Pasé una gran parte de mi infancia en el pueblo natal de padres, Curiel de Duero, situado al este de la provincia de Valladolid y a sólo cinco kilómetros de Peñafiel. Lo hacía de forma no continuada, fines de semana y una gran parte del verano, pues mis padres gustaban de pasar en su pueblo la mayoría de su tiempo libre.

Allí me familiaricé con la totalidad de los términos rurales, pues Aranda, por entonces, ya era más una ciudad industrial que agraria. Me sorprendía que la gente mayor aún hacía alusión a las “varas” como unidad de medida, pero me imaginaba que era un residuo de la transición a las unidades actuales, ya que eran los mismos que aún valoraban las cosas por reales, aquellas monedas de 25 céntimos de peseta que tenían un agujero en el centro y del que llegué a tener cerca de una docena de ellas obtenidas tras diversos husmeos en distintos desvanes, a los que era muy aficionado de niño. En lo que sí que estaba algo más familiarizado es en que los melones se vendiesen por arrobas, la cantidad de vino se midiese por cántaras y la superficie de las tierras por fanegas. Igualmente, cuando mi abuela me hablaba de cómo funcionaba su panadería, pues fue la panadera del pueblo, me contaba que la gente les pagaba en grano y que había una equivalencia entre las fanegas de trigo con los sacos de harina y las hogazas de pan. Esto ya me liaba, pues no veía ninguna relación entre la fanega utilizada en el pueblo como medida de capacidad y la fanega utilizada como medida de superficie para las tierras de labranza.

Me imaginaba que ese residuo procedía de la gente que no se había adaptado al cambio de unidades, de la misma forma que a día de hoy aún hay gente que sigue hablando en pesetas a pesar de los más de diez años transcurridos desde la adopción del euro, aunque he de reconocer que en todas las vendimias aún tengo que pasarle a mi padre los kilos de uva primero y los litros de mosto obtenidos, después, a cántaras para que él planifique los cubillos que va a necesitar para la fermentación del vino propio que hacemos todos los años.

Lo que más me sorprendió fue descubrir que, en España, la adopción del Sistema Internacional de Pesos y Medidas se produjo de forma obligatoria y por Real Decreto en Julio de 1890, (31 años después de la adopción del metro como unidad de longitud), y que un siglo después estas unidades aún seguían siendo referenciales en la mayoría de los pueblos de Castilla.

El origen de estas unidades de medida estándar hay que buscarlas a partir en la Revolución Francesa. Tras el triunfo de la revolución se buscó una estandarización en las unidades de medida para facilitar las transacciones comerciales y eliminar así todo un enorme compendio de diferentes medidas utilizadas a niveles regionales y locales y haciendo que todas ellas tuvieron múltiplos y submúltiplos basados en el sistema decimal con sus notaciones, (deca, hecto, kilo,… para los múltiplos y deci, centi, mili,… para los submúltiplos).

Con esto se pretendía buscar un sistema de unidades único para todo el mundo y así facilitar los intercambios comerciales, científicos o culturales, entre otros. Hasta entonces cada país, incluso cada región, tenía su propio sistema de unidades y, a menudo, una misma denominación representaba un valor distinto en lugares y épocas diferentes. Se intentaba normalizar las distintas unidades existentes de longitud, (legua, milla, cuerda, braza, paso, vara, codo, pie, pulgada, línea, punto, caña, cuarta, palmo, estadio, toesa, versta, ana, empan, …), de masa, (tonelada, cuarto, quintal, arroba, libra, marco, cuarterón, onza, fanega, dracma, grano, panilla, …), de superficie, (estadal, cuartillo, celemín, aranzada, fanegada, yugada, caballería, acre, …), o de volumen, (cahíz, fanega, almud, medio, cuartillón, moyo, cántara, arroba, azumbre, botella, cuartillo, copa, cortadillo, barril, galón, pinta, …), que además tenían valores diferentes en las distintas regiones que las empleaban.

La vara que yo conocí era una unidad de longitud que equivalía a tres pies. La longitud de la vara oscilaba en los distintos territorios de España, entre 0,912 metros de la de Alicante y los 0,768 m de la de Teruel. La empleada en Curiel era la vara castellana, (la más empleada en su tiempo), que equivalía a 0,836 metros, tres veces el pie castellano de 0,279 metros.

La arroba de la que oí hablar, cuando en verano venían los camiones ambulantes vendiendo melones desde Villaconejos, equivalía a 11,5 kilogramos. Una arroba eran 25 libras, (la cuarta parte de un quintal), pero en Aragón y Cataluña tenían equivalencias diferentes. También se empleó como unidad de volumen, referenciándolo al líquido medido y de valor diferente en función de la densidad de éste.

La cántara, que aún seguimos utilizando debido a que los cubillos aún se referencian sobre esta medida, equivale a 16,133 litros. En Castilla, el moyo eran 16 cántaras o arrobas de vino, la cántara o arroba eran ocho azumbres, la azumbre eran cuatro cuartillos y el cuartillo eran cuatro copas. Sin embargo estas medidas eran diferentes en Extremadura, Galicia, Navarra o las regiones provenientes del antiguo reino de Aragón.

Por último, la fanega, que era la que me causaba mayor confusión, equivalía en Curiel a un tercio de hectárea como medida de superficie. Esto se debe a que la fanega era una unidad de capacidad para áridos, que en Castilla equivalía a 55,5 litros, por lo que, como unidad de superficie, una fanega era la cantidad de terreno necesaria para sembrar una fanega de grano. Las tierras de mejor calidad necesitaban menos superficie y de ahí la diferencia de superficie para las diferentes comarcas castellanas. Evidentemente, si ya de por sí era diferente como unidad de superficie en las comarcas castellanas, más aún lo era en las comarcas de otras regiones donde utilizaban una referencia diferente de la fanega como unidad de capacidad.

Habrá que agradecer por tanto a la Revolución Francesa su aportación al mundo. No sólo acabó con la monarquía, el absolutismo, el feudalismo y los privilegios de la nobleza y el clero, separó los poderes del Estado y creó la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano a partir de los principios de la Ilustración basados en la razón, la igualdad y la libertad, sino que también aportó las bases para la unificación de medidas a nivel internacional, así como de sus múltiplos y submúltiplos, acabando así con toda esa algarabía de diferentes unidades de medida existentes en todo el mundo.

Si ya de por sí, nos complicaban la existencia con el paso de unidades del S.I. al anglosajón, (que todavía convive en oficialidad en Estados Unidos y Gran Bretaña, entre otros países), no quiero ni imaginar lo que sería del mundo sin una unificación tal.