jueves, 23 de junio de 2016

EL EFECTO PIGMALIÓN

En el pueblo de mis padres, Curiel de Duero, siempre hubo un solo bar, por lo que éste siempre ha sido el punto de reunión, (junto con las bodegas), de todos los vecinos del pueblo. De mi infancia y adolescencia recuerdo pasar muchos ratos en él, puesto que también hacía las veces de centro recreativo o social, más aún cuando pusieron un billar americano.

Aquello fue una especie de revolución. Con la presencia del billar, el tiempo que pasábamos en el bar empezó a ser mucho mayor. Sirvió para que una buena parte de la gente del pueblo aprendiera a jugar y, de tanto jugar, casi todos acabáramos teniendo un buen nivel de juego. Incluso había días en los que era difícil pillar la vez, a pesar de que el número de jugadores no era muy elevado.

Aunque hubo momentos en los que fue sustituido por un futbolín, el billar formó parte del decorado de aquel viejo bar hasta que fuera cerrado años más tarde, (realmente fue sustituido por el actual). Incluso fue incluido dentro de las competiciones que formaban parte del cartel de las fiestas del pueblo.

Curiosamente, la última vez que el billar formó parte de las fiestas de Curiel, me apunté junto con Emilio “el andaluz”, un chaval que aunque vivía en Pilas (Sevilla) pasaba los veranos en el pueblo, ya que su madre era curielana y se quedaba en casa de unos familiares.

Por aquel entonces yo jugaba bastante bien al billar y, como me gustaba jugar, pasaba bastante tiempo jugando. A partir de ganar unas cuantas partidas jugando con Emilio, éste me propuso que nos apuntáramos juntos en el campeonato de fiestas. Yo ya me había apuntado al Campeonato de Mus, por lo que iba a tener poco tiempo para jugar al billar, pero ante su insistencia acabé apuntándome con él.

No recuerdo a quiénes fuimos eliminando ni el número de eliminatorias que tuvimos que superar para llegar a la final. De lo que me acuerdo es de la confianza ciega que tenía Emilio en mí y de lo motivado, eufórico y seguro que estaba de que íbamos a ganar. Cada vez que jugábamos él daba por hecho que ganábamos porque “éramos los mejores” y cada vez que yo tenía una  bola complicada, él ya daba por hecho que la metía, porque “esa bola sólo yo era capaz de meterla”. Así hasta la última bola de la partida definitiva, en la que teníamos que meter la bola negra en uno de los dos agujeros del centro. Cuando me tocó tirar tenía la bola negra en el centro del billar y la bola blanca justo dentro del punto de salida. A pesar de que el tiro era más que complicado, pues la bola negra tenía que salir con una trayectoria perpendicular a la de la bola blanca, Emilio ya estaba celebrando el triunfo dando por hecho que la iba a embocar. Tal y como él decía, “sólo había que darle el efecto ése que le daba a la bola blanca y ya estaba”. Como en ese momento, totalmente influenciado por Emilio, lo que pensaba es que era difícil que fallase el tiro, que era capaz de meterla eso y que no había quien nos pudiera ganar, eso lo que hice, apuntar y, sin pensarlo demasiado, darle a la bola blanca con la dirección y el efecto necesario para dirigir a la bola negra hacia el agujero central del billar. La bola negra entró y ganamos el campeonato.

Sin duda jugué con el mejor compañero que podía jugar, un motivador nato que confiaba ciegamente en mí, lo que produjo que jugase influido por el denominado efecto Pigmalión.

El efecto Pigmalión es el suceso que describe como la creencia que una persona tiene sobre otra influye directamente en el rendimiento de esta última, por lo que existe una relación directa entre las expectativas que hay sobre una persona y el rendimiento que se obtiene de ésta. Así, cuanto mayor sea la expectativa depositada sobre una persona, mejor rendimiento obtendrá ésta y viceversa.

El efecto Pigmalión tiene su origen en la mitología griega. El poeta romano Ovidio cuenta en su obra “Las metamorfosis”, la historia de Pigmalión, rey de Chipre y escultor que esculpió una estatua de marfil a la que dio una belleza con la que ninguna mujer podía nacer y se enamoró de su propia obra, a la que llamó Galatea y a la que trataba como si fuera una mujer real. Tal fue el amor que le procesaba a su escultura que solicitó a los dioses que le infundieran vida y lo realizó con tanta pasión que la diosa Afrodita la convirtió en una mujer de carne y hueso. Este suceso fue nombrado como el efecto Pigmalión ya que superó lo que esperaba de sí mismo.

Este término fue acuñado por el psicólogo social Robert Rosenthal a raíz de unos experimentos realizados en 1965 en una escuela californiana junto con Lenore Jacobson (director de esa escuela) que produjo lo que ellos bautizaron como el “efecto Pigmalión”, cuyos resultados publicaron en 1968 en el libro “Pigmalión en el aula”.

El experimento llevado a cabo por los autores consistió en proporcionar información falsa a los profesores sobre el potencial de aprendizaje de los alumnos de una escuela de San Francisco en función de un test que los alumnos supuestamente habían realizado, aunque en realidad los alumnos habían sido escogidos al azar, sin relación alguna con el resultado del test. El experimento certificó que aquellos alumnos de los que los profesores tenían mayores expectativas acabaron mostrando un mayor crecimiento intelectual que el resto de los alumnos cuando fueron evaluados en los meses posteriores, por lo que pudieron llegar a la conclusión de que el desarrollo intelectual de los estudiantes resulta en gran medida una respuesta a las expectativas de sus profesores y la manera en que estas expectativas se transmiten. También obtuvo el efecto contrario con alumnos de los que se tenían peores expectativas.

Existiría, por tanto, un efecto Pigmalión positivo y un efecto Pigmalión negativo. El positivo afianzaría la cualidad o aptitud del sujeto mediante el aumento de la autoestima del sujeto y de la cualidad, mientras que el negativo produciría que la autoestima del sujeto disminuyese y que la cualidad o aptitud sobre la que se actúa disminuya o incluso desaparezca.


El caso es que nunca antes había jugado tan bien como en aquel campeonato y jamás volví a hacerlo, aunque  también es cierto que desde entonces he jugado muy poco, apenas un par de veces al año. Además, cuando juego me acuerdo de todas esas cosas que antes sabía hacer como retrocesos, corridos, saltos y todo tipo de efectos, y que ahora ni siquiera intento pues sé que lo único que voy a obtener es un fiasco y, si además digo que antes lo hacía con relativa facilidad, hasta poder parecer presuntuoso. Pero todo esas cosas que yo sabía hacer, también sabían hacerlo bastantes de los que jugábamos asiduamente en el billar del pueblo. Sin embargo, en aquel campeonato sólo yo tenía un compañero que, aparte de jugar medianamente bien, creía ciegamente en su compañero y le hizo jugar como nunca antes había jugado y como nunca después volvió a jugar.